Todo lo que me pasa es para la novela. No puede ser de otra manera. No hay maneras. De nada. El sábado es el día más complicado. Para mí es el día más deprimente de todos. El domingo pasa. El domingo hay fútbol, hay mate con facturas. Y, además, trabajo. No es tan grave. Pero el sábado... el sábado es angustiante. La siesta del sábado es casi tan espantosa como el sol. Porque el domingo a la tarde uno puede ver una película, escuchar un disco atrás del otro, leer, lo que fuere. Pero el sábado es una indeterminación. Se puede hacer algo de eso pero, a la vez, el mismo sábado, su misma esencia, nos exige hacer algo más. Hacer algo es hacer algo considerado productivo. No sé. Salir. Pero no hay nada afuera. Hay sol. Hay culpa. Los sábados son días de culpa. La gente vive los sábados esperando la noche. Ahí sí se pueden hacer cosas. Pero durante el día no hay nada para hacer. En cambio, el domingo la gente lo vive intentando posponer la noche. La depresión. Porque los domingos a la noche no se puede hacer nada. Porque al otro día es lunes. Es así. Es culpa. Es bíblico.
Con Cora pasábamos días enteros tirados en la cama, desnudos. Comiendo chocolate de taza, usando cada barrita como cuchara para el dulce de leche. Leyéndonos pasajes dispersos el uno al otro. Cogiendo cada una hora y media o dos. Tomando vino. Y hablando de que precisamente eso que estábamos haciendo era lo prohibido. Que eso estaba más prohibido que atropellar a una persona y escapar. Probablemente era nuestra forma de sublimar la culpa que - incluso a nosotros - nos costaba rehuir. Pero al final, siempre, hacíamos lo que queríamos. Con Cora no había días.