viernes, marzo 28, 2008

Último viaje

Se ataca así. Sin mucho. Todo importa poco. A ella sólo le queda su noche. Que es sólo de ella. Ella elige todo. Vive con lo puesto. Poco hay fuera de ella. Se enredan los días. Últimamente. Se muerden. Son islas. En cada una se siente. Era un época de islas, de esas islas. Días islas y ella y yo. También. Ni enfrentados ni nada. Éramos islas.

En mi casa se oyen diversas cosas. Quejidos. Y no poder hablar de mí. Encerrarme y tragar mi saliva. Y saber qué será del resto del día. Y hacer los mismos caminos. De la estación a casa. Cuando puede explicarse todo. Y uno describe. Lo que vive, uno lo describe. A veces todos los días. Cuando me miró, así, fijo, apuñalándome los ojos. Grandes. Eran enormes. Bueno, estaba ahí, quedé duro, inmóvil. No me podía mover y no me podía mover. Como cuando uno se despierta de una pesadilla y el sistema nervioso no se conecta con el cuerpo y uno no puede gritar. Uno quiere desesperarse. Y no puede. Me hubiera acercado. Sin problema. Pero la mirada. Me aturdían esos ojos. Y todo alrededor pasaba de largo. Alrededor todo espuma. Era un túnel hacia ella. Con luces frías. Y lo que fluye es la velocidad. Sin nosotros. Yo me sentía solo. Así como estaba. Pero mi deber, porque era mi deber, era moverme. Ir. Trasladar todo lo que era (yo) en ese viaje, en la ruta de mi deseo. Solo, despojado, como fuera, tenía que ir. Compenetrarse en lo que hubiera que compenetrarse. Pero avanzar en el riesgo. Y avanzar en el riesgo. No contar los minutos. Abandonar las verificaciones. Todo. Pero, la mirada, me acuerdo bien. De lo demás, un poco también. Pero íbamos en el tren y el vaivén casi era el mismo. El de ella y yo. Y su mirada era otro tema. Soberbia, tranquila. Dañina. No te podés mover. Hay que quedarse. Sabíamos mirarnos. Yo podía también ser así. Pero no esta vez. Claro que no. A veces uno se descarría. No se puede evitar la debilidad. Aunque sea una. Parecía que todo estaba contenido entre nosotros. Todo eso. Pero había necesidad de hablar. Siempre subía más gente de la que se bajaba. Nunca bajaba alguien que estuviera sentado. Y nadie cedió asiento. De golpe, había unos movimientos. Unos movimientos nuestros. Era difícil estar ahí. Permanecer. Recíprocamente permanecer. ¡Había que exigir mucho el físico! Se nos veían todos los deseos. Se sentía, de verdad se sentía, todo lo que había sucedido. Era una especie de telón de fondo. Sólo había que asimilarlo. Hacerlo nosotros. Y al mirarnos. Aunque uno de los dos no estuviera. Y uno fuera el otro y así. Nuestro amor dependía tanto de nosotros. De los cuerpos también. De nosotros sí pero no se sabe bien. Se sabía certeramente que no importaba el tiempo. No era una necesidad. Ya no lo era. Ni yo lo había pedido ni ella lo había pedido. O no importaba. Ya. Yo me sentía latir. Todo yo. Ya era rítmico, marcial lo nuestro. Dicho así. Llegar a la lealtad. Creo que nos faltaba definirla. Los demás no existían y los otros no importaban. No era cuestión de atreverse. Porque sonreíamos algunas veces. Algunas. Tampoco sabíamos bien qué. Al mirar hacia atrás del vagón, a lo que se está yendo con o sin nosotros, nadie parece llevar el control almidonado de las estaciones. De las que se fueron o vienen. De todos modos, para nadie era demasiado tarde. Se alejó un poco para poder ver afuera. Es más, del lado de la puerta se está más cerca de afuera (de los bosques de Palermo, por ejemplo, en este caso) que dentro del tren mismo. Y es como un dolor ser arrastrado del lugar. Yo no quise moverme. Preferí ensayar un poco de virilidad. Lo de ella también era absurdo. Si continuábamos así, se corría el riesgo de ser cromáticos. Uno y uno. De establecer una simetría. Uno y uno. Pero fue más orgullo personal que incluso me tensioné para no moverme. Más eso que otra cosa. Tensión para simular un ridículo estado de relajación. No creíamos que fuéramos los únicos. No se trata de eso. Ni pasa por ahí. No se trata de nada ni pasa por ningún lado. No sé (no supe) bien qué o hasta dónde sabía algo el resto. Era una multitud. Ese algo entre todos. Pero ante una situación, ante una intensidad como ésa, la gente se acobarda. Y no pueden más que permanecer. Algunos resisten. Parecían más pequeños los ojos. Y los mismos. Tan escrutadores como se pueda ser. Ella se iba por un rato, yo me miraba la pielcita desgarrada y un poco sangrante de mis dedos. De algunos. Pasaron dos chicas gordas. Después otra, que no tanto. Nos miramos pero desde nuestros respiros. Afuera y pielcitas. Restañé mi sangre. Volví. Ella tardó dos segundos. Porque el tren se había detenido- sabíamos que era normal, perfectamente, al estar cerca de Retiro- bruscamente, se había detenido, un poco bruscamente.

Me importó si realmente tenías ganas de hablarme. Era lo más importante en ese momento. Eso y el deseo de no llegar a Retiro. Sería un quiebre. Esperá un segundo, ¿te puedo hacer una pregunta? ¿De verdad, digo realmente –respondé con total sinceridad, por favor, con absoluta franqueza (suplicando con las manos, muy teatral todo)- tenés ganas de hablarme, de hablar conmigo? Pero de verdad. Y casi como para ilustrar seguíamos detenidos, el tren estaba congelado, y yo quieto. Mi pregunta empezaba a flotar, entonces, todo a la mierda. No te estaría hablando, no te estaría hablando, decías. Bien. Es hora de crecer, pensé, y tomar este tipo de respuestas como suficientes, suficientemente densas. No me gustaba nada. Nada de eso. Pero o eso estaba bien o nada. Yo empezaba a pensar en cómo haría para responderte o hilar porque no tenía idea de qué estabas hablando. Había unos ruidos en los motores y todo eso del tren (detenido) que no podía pensar. O sea, me interesaban esos ruidos. Pero hasta el momento no preguntaba nada. Y a veces no me mirabas. Hasta pensé que podría escabullirme sin que te dieras cuenta. Sin que notaras nada. Cobarde. Y vos también. Bastante. Era un día de sol, de ese sol picante que parece que todo el tiempo es mediodía. Vi a un pibe sacarle la cartera a una vieja. Salió corriendo apenas se abrió la puerta en Retiro. Un vagón más allá cuando allá es atrás y no hacia delante. Más o menos donde nosotros estábamos. Allá. Habíamos llegado. Apenas, bah. Y el pibito esperó hasta el último segundo para manotear la cartera. Fue rapidísimo, muy hábil. Y eligió justo a la que estaba cerca de la puerta, en esos asientos que miran para adelante, o sea, en la misma dirección en la que va el tren, y sólo tienen un caño o dos por delante para que se apoyen los viejos. Bueno, era muy accesible. Además, no quedaba nadie parado ya. Ahí. En ese vagón por lo menos. Vos sólo presenciaste el quilombo de la gente. El pibe ya no estaba ni se lo veía correr. La vieja lloraba. Y no me preguntaste qué pasó. Te tomaste como un minuto. Más. Hasta llegar a los molinetes. Otra vez estaban filmando algo ahí. En la boca del subte. Hinchando las pelotas. Pero recién a la altura de los kiosquitos, apenas cruzás los molinetes; recién ahí, hija de puta, preguntaste qué había pasado. Como si fueras demasiado para esos asuntos. Estuve a punto de decirte lo parecidos que somos y explayarme un poco en eso. Pero te dejé hacer tu juego. Por qué no. Lo pensé. Los rulos te llegaban hasta la cintura y me di cuenta de que los tenías como siempre quisiste tenerlos. Estabas más flaca. Me gustabas más. Sabía que eso pasaría. Estuve a punto de decírtelo. Directamente enfilaste para Ramos Mejía, a tomarte el 7 creo. Me miraste pero no miraste atrás. No recordabas. Parecías no recordar. Eso era lo letal. Digamos. Pensaba, está bien, pero pensaba podés desecharme de tu vida como se te cante pero no podés olvidar. No porque yo no pueda. Porque no se puede. Ni se debe ni nada. No se puede olvidar. Parecía eso. Tintineaban tus collares. Y recordé. En el picaporte de la puerta de mi cuarto, estaba tu otro collar. Era el que más te gustaba. Tal vez en unos meses te compres otro más raro y te guste más. Pero en ese momento el collar de bolitas de papel era tu favorito. De papel de caramelo. Y lo tenía yo. Por lo menos por algún tiempo mi trofeo o mi botín era ese. Había otros. Pero el collar era el más suculento. Con suerte, era tu favorito toda la vida. Podía permitirme esa boludez. Algo. Vos ibas, como si nada, ibas a tomarte el 7. Y yo también. No iba a discutir. Una última discusión. Ahí, en Retiro. No. Al pedo. Pero te miré todo el tiempo. Me esforcé por no dejarte respirar. Te alcancé, resigné mirarte desde atrás. Y corrí con vos el 7. Qué importaba. Igual. Subí primero porque me lo debía. Y te esperé atrás de todo. Para mirarte. Y que todo fuera mirarte. Ir a donde vos ibas. Mirándote. Unas nubes débiles, como gasas, habían formado una resolana espantosa. Molestísima. Te dije lo curioso, porque esa palabra usé, que era que unas nubecitas de mierda le ganaran al sol. Resistieran sus rayos aguerridos. Yo había volado por encima de las nubes. Los aviones vuelan sobre las nubes. Esos bichos. Y el sol destruye la capa de ozono como quiere pero respeta la densidad de una nube. Seguro que puede atravesarlas pero las respeta. Te dije. Me miraste pero no respondiste. Un rato después te reíste. En Avenida de Mayo y Santiago del Estero, por ejemplo. Pero no te dije esta vez que era mi avenida favorita. De la novela menos. Habrías pensado que vos tenés más trofeos que yo. Más. Más valiosos. Es lo que vos te llevarías de mí. No ahora. Habrías pensado también. Que no te llevás nada todavía porque no nos fuimos todavía. Me estiraba todo el tiempo. Los nervios. En lugar de morderme las pielcitas me estiraba, elongaba mis músculos, mis articulaciones, lo que tenía. Como una danza de seducción. Para nada. Preparándome para nada. O para que recuerdes. Pero no podía preguntarte. Estábamos en un tiempo partido en el tiempo. Pero era nuestro. Eso podía reclamártelo. Al menos para que recuerdes. Pero mirabas, por la ventanilla del 7 que era lo mismo que el vidrio de la puerta del tren. Para vos era todo igual. Porque era no mirarme. O no pensar. Éramos. No sacás mi mano. Qué bueno. Yo habría hecho lo mismo. Y era mejor que no lo supieras. No en nuestro tiempo. Mi mano en tu calor. Eras puro calor. Te quemabas. Qué te pasa. Acaso me amás con tanta fuerza. Nunca despegaste tus ojos de afuera. Como si algo transcurriera sin pausa en la calle. Parte vieja de Buenos Aires. Parte vieja de nosotros. Donde ya hemos muerto. Iba a decírtelo. Ibas absorbida por la calle, que nunca te había atraído mucho. Tal vez en el desierto de San Cristóbal sucedían más cosas. Iba a decírtelo. Yo no sabía porque uno nunca sabe. Y estábamos en el 7 pero tal vez no estábamos yendo juntos. Qué sabía yo. Y vos. Ni tiempo a amenazarte con seguir hasta Boedo, a lo de la tía. Te eyectaste. Timbre y todo. Haberte bajado así. Y soltarnos las manos. Soltarnos las manos.